Qué queda después

Reseña de la publicación Qué queda después: de Violeta Capasso

para el club de lectores por Julieta Christofilakis

“Descubro la ternura con la que alguna vez miré el mundo. Las fotos de lo que queda después”  escribe Violeta Capasso en su primer fotolibro publicado en diciembre del 2020. Un relato que incorpora fotografías de 10 años entre el 2009 y el 2019 en donde Violeta pasó de tener 15 a 25 años siendo mujer y víctima de un abuso sexual.

 

Un libro autobiográfico suave y delicado con tapa rosa de felpa que tiene que ser visto con sensibilidad y cuidado.

 

Lx fotógrafx nos abre las puertas de su adolescencia contándonos que, cuando tenía 15 años, se vio en el estallido de las redes sociales y se compró una cámara analógica para subir fotos. Así fue como arrancó a registrar su vida cotidiana, fotos de los lugares que habita y los lugares que la habitan a ella, sus objetos y sus marcas en el cuerpo.

La disposición de las imágenes te obliga a alejarte y acercarte al libro todo el tiempo, todas con un tinte rosado y suave, el cual contrasta con la historia.

 

Todas las imágenes son Violeta, me lx imagino caminando por la ciudad, el bosque, la playa, la fiesta, en el baño, en la cocina, en la verdulería, de mañana, de mediodía, de atardecer y de noche.

 

Casi siempre lx imagino solx pero acompañadx por la cámara, tipo vouyer,  en su registro su cotidiano. reconociéndose en las imágenes.

 

Hablamos de imágenes como registro pero ¿Qué decidimos registrar?  ¿Sacamos fotos para llevar un registro? ¿Lo pensamos o lo hacemos sin darnos cuenta? La foto como un puente al recuerdo muy ligada a la nostalgia y al pasado.

 

Una cama deshecha de mañana, una mesita de luz desordenada, una flor que se destaca del resto, un mar frío y desordenado, una taza de café vacía y abandonada, una bombacha en el piso y una mano (la mano de violeta) que lx acompaña sosteniendo dinero, pastillas y deseando fervientemente un rayo de sol.

 

“Qué queda después” el libro de fotografías y textos de Violeta, diseñado por Mateo Barbuzzi y con corrección de textos de Natalia Romero impreso en Talleres Trama publicado en diciembre del 2020 simplemente, te pone la piel de gallina y te da ganas de acariciar la tapa rosa de felpa una y otra vez.

reseña: Julieta Christofilakis – ❤ @griega.jpg – ✎ julichristofilakis@gmail.com

Este fotolibro se puede visitar en la biblioteca de TURMA: hay que agendarse en biblioteca@somosturma.com

 

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CON EL APOYO DE

LA FOTO RECOBRADA

PALABRAS DE UN ARCHIVISTA: EN LOS BORDES DE LA FOTOGRAFÍA Y LA LITERATURA, LA HISTORIA Y LA FICCIÓN

 

El investigador y conservador de archivos de fotografía Luis Priamo nos comparte una narración que escribió en Malabrigo, Santa Fe, luego del recorrido que hizo durante diez meses por esa provincia investigando archivos: un trabajo de campo con fotografías, entrevistas y otros relevamientos.

 

El informe completo fue publicado en el dossier de TAREA-UNSAM : click aquí para acceder

Priamo, Luis. “Investigación histórico-fotográ–ca en la provincia de Santa Fe, 1988-1989. Proyecto e informe –final”, TAREA 6, pp. 38-63
Félix Corte Toldería de aborígenes tobas reducidos pertenecientes a la tribu del cacique Juan Chará. San Antonio de Obligado, Santa Fe, 1887.
Biblioteca «Pablo Vrillaud» de la Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales de la Universidad Nacional del Litoral.

La foto recobrada

Luis Priamo

Malabrigo. Frontera del Gran Chaco en otros tiempos. Campos trabajados hoy en día: paraísos, palmeras, trigo y soja. Se llega a la pequeña ciudad por el camino central que desgaja de la ruta 11. Alineados a su vera, amplios techos de tejas coloradas y pendiente suave bajan desde el pecho de gruesas chimeneas, le advierten al recién llegado que allí hay plata y anacronizan el nombre amargo que los abuelos fundadores le pusieron a su pueblo.

 

En la llanura gringa donde nací, en la infancia mía, todo esto era el norte: paisaje entreverado de quebrachales, hacheros esclavos, rostros morenos, duelos criollos, miseria y vino. Tierra de negros confundida con el Chaco. Ahora sé que fueron suizos, italianos y alemanes llegados de la llanura central los que fundaron y habitaron este pueblo por 1890. Con el tiempo levantaron un próspero escenario de chacras familiares en la tierra llana de palmeras y chañares desde Romang a Reconquista, entre el límite de bosques y el río Paraná. Hay muchos rostros colorados, como en los pueblos míos, pero en las voces canta la tonada y el arrastre que compuso el mestizaje con la costa correntina.

 

Llegué buscando antiguas fotos del lugar y me llevaron hasta Félix Spontón. En todo el noreste el apellido se conoce: Spontón, familia fundadora, fértil, pía. Dos monjas y dos curas señala Félix entre los veinte descendientes alineados en la tenue protofoto familiar. Uno, el padre Luis Spontón, tío de Félix, se aficionó a la fotografía en su primera juventud y le duró hasta grande. Para ver la caja de fotos familiares que guarda algunas de sus copias hay que llegarse hasta la casa paterna de los Spontón, al sur de Malabrigo.

 

“Está cerca –dice Félix–. Vamos con ésta… si se animan…”

 

Su vieja camioneta nos lleva por campos de sequía. El verde es cromo, el cielo azul, la tarde calma. El polvo que se alza detrás nuestro baja lento y luminoso. Hablamos de los viejos tiempos, tema obligado pero no impuesto, sino grato. El tiempo de antes, cuando todo esto era frontera, cuando llegaron los colonos a desmontar y sembrar, detrás del ejército y el ferrocarril. Tiempos bravos. “Estaba prohibido tener miedo –dice Félix–. No era para flojos”. Su estilo es bonachón pero despunta, en él también, la tentación por las historias fronterizas de coraje belicoso, macho. Tentación folklórica cebada, tal vez, por la presencia del recién llegado de las ciudades del sur, de lo cómodo y lo flojo.

 

“Una vez, yo tenía doce años y le escuché contar a un hombre de acá, don José Faccioli…”, comienza Félix. En el patio de la iglesia de Malabrigo, una tarde, estaban don José Faccioli, el padre Luis Spontón y él, calladito. Don José contó que la chacra de sus padres fue de las primeras en todo Malabrigo (“Y es verdad –agrega Félix–, porque eso lo contaba mi padre también”). En ese entonces él tenía veinte años. Trabajaban de la madrugada hasta la noche. La misa del domingo, muchas veces, la pasaban detrás de los bueyes. Dos bueyes, dos alhajas: los únicos animales de tiro que tenían. Una noche se los llevaron los indios. Robaron caballos y bueyes de varios colonos de la zona. Para los Faccioli, para todos los colonos, perder los bueyes era perder la cosecha, la tierra, todo. A la madrugada formaron una partida bien armada y salieron a batir el monte para recuperar los animales.

 

Los ladrones no iban lejos. El rastro era claro. Al mediodía una pequeña columna de humo salió de entre los árboles, a la distancia. Campamento, escribió en el cielo, y allá volaron los colonos. Cuando rodearon a los indios comprendieron su descuido de acampar tan pronto: huían con las familias: viejos, mujeres y niños. De inmediato comenzaron a matar.

 

Don José no relató el asalto, ni detalló la cantidad de indios que había o que mataron. Estaba urgido y fue breve. Cuando terminó el tiroteo él y otros colonos, los más encarnizados, entraron al campamento. Los indios que pudieron escapar se perdieron en el monte. Dejaron todo, también sus muertos y heridos, que los colonos remataron. José Faccioli dio vuelta a una india tirada bocabajo, para asegurarse de que estaba muerta, y escondido, cubierto por ella, apareció un bebé desnudo, callado, con los ojos abiertos, prendido al pecho de la madre como si fuera un caracol (la imagen fue de don José). Faccioli alzó el winchester y le aplastó la cabeza de un culatazo. Luego se explicó: estaba furioso, si perdían los bueyes lo perdían todo, tenía la sangre caliente por la pelea, estaba ciego, era joven… Fue un corto alegato antes de pedir, tal vez, sin saberlo, su absolución. Tenía ochenta años.

 

“¡Qué será ahora para mí, padre…?”

 

Félix Spontón recuerda que miró a su tío y esperó: “Pero el tío Luis no pudo contestarle nada…”

 

Diez días después, en Vera, una mujer me habló de dos fotografías horribles guardadas por su padre. Fotos de indios muertos y amontonados después de una pelea, tomadas por el ejército de línea cuando limpió el monte de chusma –documentos de trabajo para expedientes y fojas de carrera–. Ella las descubrió cuando murió su padre y, por respeto, las guardó con las demás. Pero cada vez que quería recordar al difunto y volvía a sus fotografías, esas imágenes espantosas se interponían y trastornaban el reencuentro. Con el tiempo, el asco reiterado fue más fuerte que la lealtad hacia las cosas del muerto y las rompió. Así, la memoria de todos perdió otra epifanía.

 

Enseguida recordé el relato de Félix Spontón y pensé en el recuerdo de José Faccioli, el recuerdo de su crimen, como una más de aquellas fotos del gran crimen, ahora rotas y perdidas. La que él llevaba en su mente tenía al bebé indio en primer plano, con los ojos abiertos, mirándolo. Una mirada que el tiempo y la culpa, tal vez, hicieron implorante. Sesenta años pasó Faccioli mirando esa foto interior, nunca amarilla ni desvanecida. Cuando él la describió en confesión estremecida al padre Luis Spontón no sabía que la estaba entregando a la memoria de Félix Spontón, que tampoco pudo tirarla jamás y la veía, cuarenta años después, tan nítida como aquella tarde. Tanto como yo la vi, en otra tarde, también inolvidable.

 

Ahora entrego esta reproducción con el ánimo de compartirla. Al fin y al cabo en eso andaba yo: buscando fotos viejas para el recuerdo común.

 

 

Malabrigo-Buenos Aires, 1989.

Este trabajo fue publicado por primera vez en 1989 en la revista Fotomundo

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