LA FOTO RECOBRADA

PALABRAS DE UN ARCHIVISTA: EN LOS BORDES DE LA FOTOGRAFÍA Y LA LITERATURA, LA HISTORIA Y LA FICCIÓN

 

El investigador y conservador de archivos de fotografía Luis Priamo nos comparte una narración que escribió en Malabrigo, Santa Fe, luego del recorrido que hizo durante diez meses por esa provincia investigando archivos: un trabajo de campo con fotografías, entrevistas y otros relevamientos.

 

El informe completo fue publicado en el dossier de TAREA-UNSAM : click aquí para acceder

Priamo, Luis. “Investigación histórico-fotográ–ca en la provincia de Santa Fe, 1988-1989. Proyecto e informe –final”, TAREA 6, pp. 38-63
Félix Corte Toldería de aborígenes tobas reducidos pertenecientes a la tribu del cacique Juan Chará. San Antonio de Obligado, Santa Fe, 1887.
Biblioteca «Pablo Vrillaud» de la Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales de la Universidad Nacional del Litoral.

La foto recobrada

Luis Priamo

Malabrigo. Frontera del Gran Chaco en otros tiempos. Campos trabajados hoy en día: paraísos, palmeras, trigo y soja. Se llega a la pequeña ciudad por el camino central que desgaja de la ruta 11. Alineados a su vera, amplios techos de tejas coloradas y pendiente suave bajan desde el pecho de gruesas chimeneas, le advierten al recién llegado que allí hay plata y anacronizan el nombre amargo que los abuelos fundadores le pusieron a su pueblo.

 

En la llanura gringa donde nací, en la infancia mía, todo esto era el norte: paisaje entreverado de quebrachales, hacheros esclavos, rostros morenos, duelos criollos, miseria y vino. Tierra de negros confundida con el Chaco. Ahora sé que fueron suizos, italianos y alemanes llegados de la llanura central los que fundaron y habitaron este pueblo por 1890. Con el tiempo levantaron un próspero escenario de chacras familiares en la tierra llana de palmeras y chañares desde Romang a Reconquista, entre el límite de bosques y el río Paraná. Hay muchos rostros colorados, como en los pueblos míos, pero en las voces canta la tonada y el arrastre que compuso el mestizaje con la costa correntina.

 

Llegué buscando antiguas fotos del lugar y me llevaron hasta Félix Spontón. En todo el noreste el apellido se conoce: Spontón, familia fundadora, fértil, pía. Dos monjas y dos curas señala Félix entre los veinte descendientes alineados en la tenue protofoto familiar. Uno, el padre Luis Spontón, tío de Félix, se aficionó a la fotografía en su primera juventud y le duró hasta grande. Para ver la caja de fotos familiares que guarda algunas de sus copias hay que llegarse hasta la casa paterna de los Spontón, al sur de Malabrigo.

 

“Está cerca –dice Félix–. Vamos con ésta… si se animan…”

 

Su vieja camioneta nos lleva por campos de sequía. El verde es cromo, el cielo azul, la tarde calma. El polvo que se alza detrás nuestro baja lento y luminoso. Hablamos de los viejos tiempos, tema obligado pero no impuesto, sino grato. El tiempo de antes, cuando todo esto era frontera, cuando llegaron los colonos a desmontar y sembrar, detrás del ejército y el ferrocarril. Tiempos bravos. “Estaba prohibido tener miedo –dice Félix–. No era para flojos”. Su estilo es bonachón pero despunta, en él también, la tentación por las historias fronterizas de coraje belicoso, macho. Tentación folklórica cebada, tal vez, por la presencia del recién llegado de las ciudades del sur, de lo cómodo y lo flojo.

 

“Una vez, yo tenía doce años y le escuché contar a un hombre de acá, don José Faccioli…”, comienza Félix. En el patio de la iglesia de Malabrigo, una tarde, estaban don José Faccioli, el padre Luis Spontón y él, calladito. Don José contó que la chacra de sus padres fue de las primeras en todo Malabrigo (“Y es verdad –agrega Félix–, porque eso lo contaba mi padre también”). En ese entonces él tenía veinte años. Trabajaban de la madrugada hasta la noche. La misa del domingo, muchas veces, la pasaban detrás de los bueyes. Dos bueyes, dos alhajas: los únicos animales de tiro que tenían. Una noche se los llevaron los indios. Robaron caballos y bueyes de varios colonos de la zona. Para los Faccioli, para todos los colonos, perder los bueyes era perder la cosecha, la tierra, todo. A la madrugada formaron una partida bien armada y salieron a batir el monte para recuperar los animales.

 

Los ladrones no iban lejos. El rastro era claro. Al mediodía una pequeña columna de humo salió de entre los árboles, a la distancia. Campamento, escribió en el cielo, y allá volaron los colonos. Cuando rodearon a los indios comprendieron su descuido de acampar tan pronto: huían con las familias: viejos, mujeres y niños. De inmediato comenzaron a matar.

 

Don José no relató el asalto, ni detalló la cantidad de indios que había o que mataron. Estaba urgido y fue breve. Cuando terminó el tiroteo él y otros colonos, los más encarnizados, entraron al campamento. Los indios que pudieron escapar se perdieron en el monte. Dejaron todo, también sus muertos y heridos, que los colonos remataron. José Faccioli dio vuelta a una india tirada bocabajo, para asegurarse de que estaba muerta, y escondido, cubierto por ella, apareció un bebé desnudo, callado, con los ojos abiertos, prendido al pecho de la madre como si fuera un caracol (la imagen fue de don José). Faccioli alzó el winchester y le aplastó la cabeza de un culatazo. Luego se explicó: estaba furioso, si perdían los bueyes lo perdían todo, tenía la sangre caliente por la pelea, estaba ciego, era joven… Fue un corto alegato antes de pedir, tal vez, sin saberlo, su absolución. Tenía ochenta años.

 

“¡Qué será ahora para mí, padre…?”

 

Félix Spontón recuerda que miró a su tío y esperó: “Pero el tío Luis no pudo contestarle nada…”

 

Diez días después, en Vera, una mujer me habló de dos fotografías horribles guardadas por su padre. Fotos de indios muertos y amontonados después de una pelea, tomadas por el ejército de línea cuando limpió el monte de chusma –documentos de trabajo para expedientes y fojas de carrera–. Ella las descubrió cuando murió su padre y, por respeto, las guardó con las demás. Pero cada vez que quería recordar al difunto y volvía a sus fotografías, esas imágenes espantosas se interponían y trastornaban el reencuentro. Con el tiempo, el asco reiterado fue más fuerte que la lealtad hacia las cosas del muerto y las rompió. Así, la memoria de todos perdió otra epifanía.

 

Enseguida recordé el relato de Félix Spontón y pensé en el recuerdo de José Faccioli, el recuerdo de su crimen, como una más de aquellas fotos del gran crimen, ahora rotas y perdidas. La que él llevaba en su mente tenía al bebé indio en primer plano, con los ojos abiertos, mirándolo. Una mirada que el tiempo y la culpa, tal vez, hicieron implorante. Sesenta años pasó Faccioli mirando esa foto interior, nunca amarilla ni desvanecida. Cuando él la describió en confesión estremecida al padre Luis Spontón no sabía que la estaba entregando a la memoria de Félix Spontón, que tampoco pudo tirarla jamás y la veía, cuarenta años después, tan nítida como aquella tarde. Tanto como yo la vi, en otra tarde, también inolvidable.

 

Ahora entrego esta reproducción con el ánimo de compartirla. Al fin y al cabo en eso andaba yo: buscando fotos viejas para el recuerdo común.

 

 

Malabrigo-Buenos Aires, 1989.

Este trabajo fue publicado por primera vez en 1989 en la revista Fotomundo

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EL RASTREADOR DE ARCHIVOS

EL OFICIO DEL ARCHIVISTA Y EL TRABAJO DE CAMPO

Compartimos un texto de Luis Príamo, investigador y conservador de archivos fotográficos, donde comparte su experiencia de relevamiento y trabajo de campo.

Apuntes sobre un oficio excéntrico

Luis Priamo

 

El trabajo de campo en la búsqueda de colecciones fotográficas suele considerarse, razonablemente, una actividad complementaria de la investigación y la conservación fotográfica. De hecho no conozco a nadie que viva de eso. A lo sumo se puede conseguir un subsidio para un proyecto concreto, pero son casos excepcionales. Esta página, sin embargo, pretende forzar aquel criterio y esta evidencia y darle a esa labor la jerarquía de un oficio. Veremos si puede.

Lo primero es procurarnos un marco teórico, que aunque no sea convincente le dará al intento una cierta categoría. Dicho marco lo encuentro en el hecho de que la fotografía, me parece, es la única actividad de orden plástico donde una obra importante del pasado puede haber permanecido en la sombra, desconocida, durante muchos años. Una obra o una parte secreta de la misma que los contemporáneos del fotógrafo –o él mismo, incluso– desconsideraron. Es lo que pasó, en cierto modo, con el peruano Martín Chambí. Y sin duda con Fernando Paillet. Asimismo hay fotografías importantes y completamente ignoradas en muchos archivos de fotógrafos amateurs, conocidas en su época sólo por el autor, su familia y, tal vez, algún amigo. Esto significa que la investigación fotográfica de campo aún puede revelarnos sorpresas y descubrirnos autores u obras importantes del pasado. Autores u obras, digo, porque también es propio de la fotografía entregarnos imágenes extraordinarias que no fueron producto del interés creativo, sino del oficio anónimo aplicado a la documentación por encargo, como ocurre a menudo con la antigua fotografía institucional. No creo que todo esto suceda con los artistas plásticos y sus obras. Al menos nunca supe de una investigación de campo en procura de trabajos y creadores plásticos ignotos. Por lo demás, como bien sabemos la naturaleza documental de la imagen fotográfica puede hacernos prescindir, muchas veces, de sus valores estéticos en función de su importancia testimonial.

Otra cuestión que particulariza la producción de fotografías es el carácter relativamente perecedero del interés por el objeto mismo. Perecedero e íntimo, sobre todo si se trata de retratos. Mientras guarda valor para quien la mandó tomar, la foto es un objeto privado por definición. Cuando lo pierde o cuando muere el dueño la foto se convierte, casi siempre, en desecho. El carácter de documento de cultura que toda foto, en mayor o medida, tiene, es ignorado o relativizado. Con las colecciones institucionales o de profesionales sucede algo similar, con el agravante del volumen que ocupan esos archivos, que suele ser intimidante y fastidioso. En resumen, por decirlo con lenguaje a la moda, el mercado no se ocupa de identificar, valorizar y preservar debidamente el patrimonio fotográfico. Es necesario que la sociedad civil y el estado intervengan voluntaria y racionalmente en el problema. Y aquí encuentra su lugar el buscador de fotografías, al que yo llamaría rastreador de fotografías, tomando el nombre de un oficio ya desaparecido y de prosapia respetabilísima en la cultura pastoril de nuestro país –tanto es así que Sarmiento le dedicó varias páginas memorables en su libro Facundo–.

A mi entender el rastreador ideal debe ser –a medias, al menos– conservador y editor fotográfico, historiador de la fotografía y persona más o menos versada en la historia del país donde vive. Además, debe conocer muy bién la política –o la ausencia de política– del estado respecto del patrimonio fotográfico nacional.

Con estas herramientas en la mano está en condiciones de plantearse los proyectos con sensatez y realismo, de valorar debidamente lo que va encontrando en su investigación y de tomar decisiones razonables para colaborar en la preservación y difusión eventual de los materiales.

Hay otras condiciones que también importan pero que no se consiguen en ningún libro: sentido común, don de gente y, sobre todo, una constancia de fierro. Más aún: en mi opinión el mayor enemigo del rastreador es la inconstancia. En este sentido un buen rastreador se parece a un buen coleccionista, pero sólo en este sentido. El rastreador y el coleccionista tienen en común la obsesión por el objeto, por la cosa, pero mientras el coleccionista está fijado en cierto tipo de material –éste o aquel proceso, o autor, o tema, o época–, el rastreador es un animal ávido de todo. Un coleccionista se fastidia cuando le muestran aquello que no está buscando. Un rastreador está siempre con el corazón en la boca frente a las imágenes que le van sacando de cajas o paquetes.

Esto es así, me parece, por dos razones. La primera es subjetiva: estoy casi seguro que en todo rastreador de fotografías hay, fatalmente, un melancólico. No un hipocondríaco, ya que una persona así no podría exponerse al fárrago de gente y situaciones nuevas e imprevistas a las que el rastreador se somete con entusiasmo cuando está de caza. Pero sí un melancólico, un melancólico suave, siempre abierto al asalto de la fascinación por las imágenes fotográficas antiguas. Una fascinación que en muchas ocasiones se pregunta con cierto pudor por su sentido, y que la mayoría de las veces no lo encuentra sino en el encanto un poco sensiblero, si se quiere, más que sombrío, por lo pretérito, por lo ido, por lo que nunca, nunca volverá, como dice el tango. La otra razón es objetiva: en primer lugar porque, como ya dije, el rastreador es consciente de que, aunque casi nunca ocurre, en cualquier momento pueden empezar a desplegarle sobre la mesa fotografías extraordinarias. En segundo lugar porque su interés por las fotos antiguas está incurso en una idea o concepto general amplio sobre la cultura de su país; una idea que lo lleva a preguntarse sobre el sitio que ocupa allí la imagen fotográfica, sobre lo que ella puede decirnos de nuevo y específico sobre el pasado, y también sobre su propia manera de relatar ese pasado. De hecho es también consciente de que la fotografía es uno de los documentos de cultura más solicitados por las otras artes y por la investigación histórica. El interés por buscar fotografías, en suma, también implica el interés por conservarlas, valorizarlas y ponerlas al servicio de la cultura del modo más amplio posible.

Otro tema importante del oficio es la necesidad de mantenerse libre de prejuicios a la hora de valorar las fotos de un archivo desconocido. Esto significa, simplemente, llevar el ejercicio del propio juicio hasta el fin. Si algo te impresiona mucho y bien, prestale atención, no importa dónde y cómo se encuentre, ni quién lo haya hecho, ni por qué. Siempre recuerdo un comentario de Diane Arbus sobre una foto casual tomada por una prostituta con una cámara polaroid a un cliente. El hombre se había puesto el corpiño de ella y se hacía el payaso. Arbus dice que es una de las fotos más conmovedoras que vio en su vida. Hay que mantenerse atento, sin embargo, a una tentación más o menos secreta que siempre acecha, hasta en los espíritus más probos: la tentación de convertirse en el-gran-descubridor de obras importantes y talentos ignotos, de subir al escenario como prima donna. Es una de las patologías más detestables del oficio. Nunca hay que olvidar que los sujetos de toda esta historia son las fotos y las personas que las hicieron, conocidas o no. Un buen rastreador siempre lo tiene presente.

Este trabajo forma parte de la ponencia que el autor presentó en 1998 en el coloquio Sacar del olvido. Encuentro sobre rescate de archivos fotográficos, organizado por el Sistema Nacional de Fototecas, INAH, México, D.F.

Lo acompañan imágenes tomadas de las portadas de libros publicados por Antorchas, a partir de la investigación de Luis Príamo, próximamente disponibles para la consulta en nuestra biblioteca.